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Otoño amarillo en Europa y rojo en Norteamérica, ¿por qué?

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De un tiempo a esta parte, en la economía de la región estadounidense de Nueva Inglaterra está ganando peso una industria muy peculiar: el otoño. En los últimos años, en estados como Massachusetts, Vermont o New Hampshire, se ha popularizado la actividad del leaf peeping, groseramente traducible como “observación de hojas” y consistente en un tipo de turismo que visita aquellos paisajes para disfrutar de los colores otoñales. La revista Boston Magazine estimaba en 2010 que cada año los leaf-peepers se dejan en Vermont unos 375 millones de dólares. Massachusetts recibe cada octubre dos millones y medio de visitantes, un treinta por ciento de los cuales viaja desde lugares de todo el mundo solo para contemplar el otoño.

¿Qué tiene el otoño en Nueva Inglaterra? La respuesta es una espectacular gradación de tonos que, como describía el poeta neoyorquino Walt Whitman, comprende “rojo, amarillo, pardo, púrpura, y verdes claro y oscuro”. Cualquiera que lo haya comprobado por sí mismo puede certificar que Whitman no pecaba de exceso de imaginación, a pesar de que en Europa estemos acostumbrados a otoños en los que podríamos adjetivar los colores con muchos matices, pero siempre del amarillo. El fenómeno de que en los otoños de América y Extremo Oriente predominen los rojos, frente a los amarillos europeos, es conocido desde antiguo. Sin embargo, no tan inmediato es comprender el porqué y, mucho menos, el para qué.

Pero comencemos, como en toda historia, remontándonos al origen. En primavera los árboles y arbustos caducifolios empiezan a producir hojas, los generadores de energía de los vegetales. La planta aprovecha el sol y los nutrientes de la estación favorable para invertir un gran esfuerzo en fabricar hojas y atiborrarlas de clorofila, el pigmento verde capaz de convertir la luz solar y el dióxido de carbono en energía y compuestos orgánicos. Junto a la clorofila se encuentran otros pigmentos amarillos y anaranjados llamados carotenoides, como los que dan color a las zanahorias, pero sus tonos quedan enmascarados por el verde.

Al llegar el otoño, la planta debe recoger velas y prepararse para aguantar los rigores del invierno en un estado de mínima actividad. Las hojas ya no son necesarias, así que la planta deja de producir clorofila y recicla hacia su cuerpo leñoso todos los valiosos nutrientes de sus paneles solares. La hoja muere; pero antes, la ausencia de clorofila deja al descubierto los colores amarillos de los carotenoides. Cuando la hoja se seca y cae del árbol, ya no es más que una cáscara vacía sin nada aprovechable.

Sin embargo, en los árboles americanos y asiáticos sucede algo insólito. Al llegar el otoño, los árboles comienzan a fabricar otro pigmento llamado antocianina, de color rojo. Esto explica el porqué de la diferencia de colores. Otra cosa es entender con qué fin la planta invierte tanto empeño en producir un nuevo pigmento cuando la hoja está a punto de desecharse.

Hasta aquí, los hechos. La pregunta que surge es qué sentido biológico tiene la producción de antocianina y por qué los árboles europeos prescinden de ella. Respecto a lo primero, una teoría sugiere que el color rojo disuade a los insectos. Los áfidos, o pulgones, evitan poner sus huevos en las hojas con antocianina, que las plantas fabrican como señal de “peligro, productos químicos defensivos”. Así, el beneficio es mutuo: los pulgones saben cómo eludir las plantas que podrían matarlos, y estas consiguen evitar la infestación. Los defensores de esta hipótesis la proponen como un ejemplo de coevolución entre un parásito y su hospedador.

Aunque existen otras teorías sobre la función de la antocianina, es esta explicación la que tomaron como premisa los investigadores Simcha Lev-Yadun, de la Universidad de Haifa-Oranim (Israel) y Jarmo Holopainen, entonces en la Universidad de Kuopio (Finlandia) y hoy en la Universidad de Finlandia Oriental. Desde este país escandinavo, el científico israelí explica que en 2008 llegó a Finlandia para tratar de entender el enigma de los colores del otoño en Europa y América. “Alquilé un coche y salí a los bosques para observar por mí mismo qué sucedía”, recuerda Lev-Yadun.

“Al segundo día, me hallaba en el centro del cinturón que estaba en pleno apogeo de la coloración amarillo-dorado. Conduje unos 600 kilómetros desde Kuopio y vi millones de árboles amarillos, pero también millones de arbustos rojos creciendo bajo los árboles”, relata Lev-Yadun. “En una de mis paradas, mientras tomaba fotografías y notas de campo, comprendí el principio”.

Según Lev-Yadun y su colega Holopainen, que conoce todos los secretos de la ecología local, los árboles y sus insectos atacantes están expuestos a temperaturas extremas en invierno, mientras que los arbustos quedan cubiertos de nieve; “tienen un iglú natural”, señala Lev-Yadun. Así, los árboles no precisan el color rojo porque sus parásitos mueren durante la estación fría, mientras que los arbustos escandinavos necesitan mantener esta protección. Esto fue “el primer paso en la resolución del enigma”, apunta el investigador.

Siendo así, ¿por qué los árboles americanos y asiáticos se han visto obligados a conservar sus señales de advertencia, mientras que los europeos han podido prescindir de ellas? Para resolver el misterio, los científicos ampliaron su foco de estudio a las condiciones geográficas y climáticas en la historia reciente del planeta, y advirtieron una curiosa circunstancia: en Europa las principales cadenas montañosas discurren de este a oeste, mientras que en América y Asia lo hacen de norte a sur. Los humanos vivimos en la Glaciación Cuaternaria, una Edad del Hielo marcada por períodos glaciales, de frío más intenso, y otros interglaciales, como el actual, con temperaturas más moderadas. “De otros estudios sobre los cambios climáticos globales, especialmente en el Pleistoceno, sabíamos que las extinciones [debidas al frío] han sido mucho más fuertes en Europa a causa de la dirección de las montañas”, explica Lev-Yadun. Es decir, que en América las especies, incluyendo los parásitos de las plantas, pudieron emigrar al norte o al sur en función de las condiciones del clima, mientras que en Europa las cordilleras se lo impedían y morían atrapadas por los hielos. Libres de la infestación, los árboles europeos pudieron prescindir del caro peaje de producir antocianina.

“Las diferencias en la riqueza biológica, las extinciones desiguales, la fisiología de los insectos y los distintos mecanismos de defensa de las hojas rojas y amarillas, todo ello combinado respalda la hipótesis”, afirma Lev-Yadun. El trabajo de ambos investigadores, publicado en la revista New Phytologist, “atrajo mucho interés de la comunidad científica y de los medios, hasta tal punto que algunos lo vieron como la solución a muchas incógnitas y dejaron de estudiar la coloración del otoño”. “Pero aún tenemos muchas preguntas que tardaremos años en responder”, concluye el científico.

 

Artículo vía BBVAopenmind (Javier Yanes)

 

Andrés Grande
Informando desde los 14 años. Entusiasta del periodismo, la fotografía y la buena música.

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